¿Por qué hoy?
Fui a hacerme unas pruebas al hospital. No sé el motivo, simplemente me encontré en medio de un hospital y con alguien haciéndome unas pruebas en una máquina. No podía decir si me tomaban la tensión, me sacaban sangre, o me inyectaban algo. No me gusta mirar porque la sola visión de sangre humana me hace bajar la tensión y me pongo blanco. Mi ánimo no era bueno, como si estuviera fuera de mi.
Esperando un rato en el pasillo y viendo pasar gente con batas de un lado para otro, camillas y oyendo todo tipo de ruidos metálicos. Era lo que sentía mientras estaba sentado en un sillón en el pasillo, mirando al infinito.
El médico me atendió y me dijo que lo mío no tenía cura, que me tocaba morir. No podían hacer nada para solucionarlo. Me dio cita para un lugar donde ya sabían lo que tenían que hacer.
Me dirigí a ese piso, situado en el centro de la ciudad. Al llegar me recibieron dos chicos jóvenes, uno de unos 19 años y otro de unos 23 años, ambos acompañaban a una señora mayor.
Los chicos me llevaron a mi habitación. Tenía una cama, una mesa y una ventana semiabierta con vistas a la ciudad. No había otros edificios altos en frente, porque veía el horizonte, un parque y un montón de edificios y casas más bajas que donde yo me encontraba. Se podían oír los coches, el tráfico, la vida de la ciudad y la gente.
Me tumbé en la cama y allí pasé la tarde y la noche dando vueltas a la cabeza, pensando, pero no recuerdo qué. Los ojos los mantuve abiertos la tarde, la noche y la mañana. No podía dormir. No podía pensar en nada. No quería pensar en nada. El sonido de la calle inundaba todo y me hacía compañía.
Al ir a ducharme, en el espejo observé que tenía impreso en negro en el antebrazo un texto. Era en una parte de esas donde tú mismo no puedes verlo salvo que vayas a tiro fijo a buscarlo, te ayudes con la mano a torcer el brazo y aún así sólo puedes leer una parte de las esquinas, y con dificultad.
No recuerdo exactamente lo que ponía, pero el primer párrafo parecía corto, dos líneas aproximadamente. El idioma era con caracteres cirílicos, tipo ruso.
El segundo párrafo eran unas 4 líneas. Tampoco conocía el idioma, pero parecía euskera o similar.
El último párrafo estaba en castellano. No recuerdo lo que ponía, pero tampoco lo podía leer completo, sólo alguna palabra que asomaba por una esquina.
Al salir al pasillo les pregunté a mis anfitriones si me podían leer lo que ponía o si lo podían traducir. Se miraron entre ellos y me dijeron que no entendían nada. Les pedí que me leyeran al menos la frase en castellano pero me dijeron que el texto era ilegible. No recuerdo tampoco qué era lo que me leyeron pero estaba claro que el mensaje no era el mismo. Una línea en castellano no podía ocupar 3 o 4 líneas en los otros idiomas. El mensaje debía ser distinto en los tres casos.
Ellos, encima, me pusieron un sello que ponía en grande, casi al mismo tamaño que ocupaban los tres párrafos, una palabra «ENTERO» y una pequeña frase debajo también ilegible. Les pregunté que por qué me marcaban así y me dijeron que formaba parte del protocolo médico. Yo me fío de los médicos, así que lo dí por bueno.
Aparecimos en un restaurante sentados. Era una mesa redonda de tamaño medio. El restaurante estaba completo, había más mesas redondas todas ellas con gente, en general bien vestidos, con trajes muy elegantes las mujeres y los hombres con vestimentas muy formales. Nosotros estábamos con ropa sport. A un lado de la mesa estaban los dos jóvenes y su madre entre ellos. Al otro lado de la mesa me encontraba yo.
Recuerdo que al principio de la comida bromeamos. Yo pregunté que qué quería decir «ENTERO» y me comentaron que debía ser muerte de cuerpo completo. La verdad es que bromeamos un rato. Efectivamente yo no quería morir a trozos o que me cortaran. Nos echamos unas risas imaginando que me mataban sólo cortándome la cabeza pero que el cuerpo seguía vivo… no sé, era un poco irreal. Ellos me seguían el rollo. Yo intentaba buscar el lado positivo.
La comida de ellos era abundante y comían con muchas ganas. Mi plato tenía una tira de queso alargada, un queso blanco tirando a cremoso y paralela a ella había otra tira de membrillo. Yo miraba al plato. No me apetecía comer. No es que me gustara el queso y el membrillo. Tampoco me disgustaba. No entendía qué hacía aquella comida allí. Pero tampoco envidiaba los platos con manjares que comían mis acompañantes ni lo que pudieran estar comiendo en las otras mesas. Me sentía triste, me sentía desubicado, me sentía perdido.
De repente sentí que no entendía la situación y empecé a pensar que no me apetecía morir aquel día. ¿Por qué no podría buscar una solución a lo que fuera que yo tuviera, por muy irremediable y muy desagradable que fuera el final de la enfermedad?
Levanté la vista, los miré y les pregunté a los tres: «¿Por qué hoy?»
La mujer siguió comiendo, los chicos la miraron y el más joven a continuación mi miró y me preguntó «¿Cómo?»
No sé qué me molestó más, si que me ignoraran los otros dos o que me preguntara el joven… Se supone que si esto era un procedimiento habitual para hacer llegar a buen fin la vida de las personas no estaba muy bien planteado. Algo eclosionó en mi interior, me hizo despertar y la rabia me hizo que fuera más expresivo y efusivo así que continué: «Sí, que ¿por qué he de morir hoy? ¿Por qué no puede ser mañana o pasado o el mes que viene?»
Una mujer de entre los otros comensales de la mesa de detrás de mis acompañantes se volvió un poco hacia nosotros con una expresión entre molesta, por el volumen de voz, y curiosa, por conocer de qué hablaba. Se me ocurrió que si estas personas, que se suponía que debían conocer perfectamente cómo atender situaciones como la mía, no sabían dar respuestas, a lo mejor alguien de la sala podría explicar cómo funciona este mundo.
Me levanté y grité «¡Quiero que me expliquéis por qué debo morir hoy!».
Todo el salón enmudeció, la comida parecía atragantarse a mi anfitriona mientras que a sus jóvenes hijos el rubor les hizo bajar la cabeza como queriendo esconderse. La gente miraba hacia mi sin entender qué podía significar esta situación.
Mi mujer me dijo «Levántate, que es la hora». Me desperecé, me levanté y me fui a la ducha.
Ha sido una pesadilla extraña. No quería que se quedara sólo en eso y he querido reflejarlo en el blog.
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